domingo, noviembre 12, 2006

La crítica convulsa

El escenario puede ser un poblado marítimo o un barrio abierto en canal. Situar una historia en un determinado espacio puede ser más o menos interesante, según el discurrir de la misma, y la incidencia que pueden tener los decorados en las historias. Un barrio abierto en canal y lleno de acopios de áridos y pequeños montes de escombros, enseñando la calle al desnudo, calle que cubre de polvo su nombre para, así, no ser reconocida y pasar la vergüenza de ser recordada de tal modo. Ésta vez la propia calle toma posesión de quien por allí pasea y lo abre en canal, para acabar con su paciencia, con la propia sonrisa, acabar hasta con el gusto por caminar y conocer. La calle transforma la sonrisa en ceño fruncido y carrillo tenso.

A la calle avergonzada te pueden llevar varios motivos. El primero, y no por eso más habitual, es llegar de madrugada para poder oler el, extremadamente salino, Mar Mediterráneo; para escucharlo, para sentirlo y convertirse en pez, confuso por los cauces secos. El segundo motivo, y no en importancia como ya he mencionado, es pasar de largo por la calle, para reirte de ella, para desempolvar el cartelote y ponerle nombre y apellido, verle las entrañas y preguntarle a los que allí habitan si merece la pena tanta cirugía para una sola calle. El tercer motivo, que fue el que me llevó ayer a la tímida calle, es visitar uno de los, también tres, sitios que allí permiten u obligan la parada.

Si el deseo es parar, normalmente es para compartir, para dar algo que no necesitas dar para disfrutarlo, para compartir el gozo con los que te acompañen en el camino. El primer sitio donde puedes parar es la casa de Guillermo. Guillermo vive en un bajo y al que osa parar delante de su siempre visitada morada, le obsequia con una hogaza de pan, un tomate, un botellín de aceite y dos anchoas. Se trata de alguien peculiar, que tal vez tenga la sensación de que la calle es demasiado larga para recorrerla sin avituallamiento.

Si no paras en la casa de Guillermo, podrás arrepentirte, porque tras ella la calle sube grandes pendientes hasta la cima de la pequeña montaña que, cerca del mar, embellece la zona. Al llegar casi a la cima de la montaña hay una cueva, en la cueva vive un viejo cocinero, cuenta la gente del poblado que ya tiene más de cien años. El viejo cocinero te proporciona grandes cantidades de comida sin gran elaboración, en platos y copas sucias, que el sabor de la buena materia prima te puede hacer olvidar por momentos, recuerdo aún un panecillo recubierto de queso fundido. Seguro en el pasado fue de otra manera, pero los fogones en una cueva deben tener algo que ver con la decadencia de su gusto por la calidad del servicio y el trato. Eso sí, el saber escoger lo mejor que da la tierra y el mar es una cualidad que posee el viejo y pocos más.

Una vez llegado a este punto, la decisión sólo puede ser seguir de largo, así fue, ya sólo nos queda el tercer sitio. Es entre todos el más peligroso, está gestionado por la mafia siciliana y puede ser peor si lo ves extrañamente vacío. Aquí la vida vale poco. El gerente, Druso Maggioni, te ofrece sólo productos de Sicilia que su madre le envía por correo semanal y puntualmente. Si pones una mala cara a cualquiera de sus preparaciones, ya no vivirás para contarlo. Tienes que comer con la cabeza gacha haciendo reverencias a cada una de sus indicaciones. Comer con gusto o morir, parece ser el lema de esta extraña facción de la mafia. Si aún no has parado, te debes quedar aqui y marchar. La primera prueba es beber vino blanco sin descanso hasta que te comas 25 erizos, un gran número que pierde fuerza cuando los ves tristemete vacíos. El erizo sabe a mar, pero lo colorea de naranja y lo adhiere a sus paredes, como un artista no cautivado por la gran masa de agua. Una vez superada la primera prueba tienes que probar su pizza, sin atormentarte porque sea frita, un pisto, sardinas obesas por comer grandes cantidades de Hippocampus hudsonius, queso a la plancha... vino por fascículos y un postre que obvia lo dulce. Druso es muy duro, es un charlatan que se aprovecha tal vez de ser el último sitio del camino, te pedirá hasta el último céntimo que portes como pago por su comida por correo.

No existe razón alguna para mostrar estos sitios a los que son ajenos a las intimidades de la calle, no tiene nada de especial, tan sólo el hecho de existir y de ser distinto. Pero si alguna vez alguien te lleva a parar en cualquiera de las tres estaciones, no lo juzgues, no te enfades, ni siquiera cambies la expresión de tu cara. Tal vez de éste modo lo único que conseguirías es que el guía quiera empolvar su existencia, avergonzado como la calle abierta en canal. Cabizbajo y huidizo por la crítica convulsa. Tal vez llegue el momento en el que calles extrañas como ésta no existan, o simplemente nadie quiera mostrarlas.

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2 Comments:

Blogger El chicharrero terrible said...

Bravo!!!.
Veo que tenemos un nuevo contador de historias en la red. Lo celebro.

Deberáis hacer frases mas cortas, o al menos no aclarar las ideas de lo que explicas, tantas veces usando la aclaración entre comas.

Se que esto tiene un nombre, la alcaración entre comas, pero no lo recuerdo.

12:49 a. m.  
Anonymous Anónimo said...

agarra l'animal pel morro!!!!!

9:27 a. m.  

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